Cuando me mudé a la ciudad, elegí lo que sería mi nueva morada por un detalle absurdo. Quizá es porque mi mente en general opera siempre de una manera ligeramente torcida... quizás es que vivir en sí es absurdo.
Tuve la impresión por muchos años de que los demás eran muy distintos a mi en mi terruño, allá en Morelia. Pero tras constantes mudanzas por Celaya, Guanajuato y Querétaro tuve que rendirme ante la evidencia: el distinto era yo.
Preocupado, empecé a entender que quizá nadie se preocupaba porque su sombra no lo abandonara un día; porque su voz interna cambiara de matiz; o porque los ojos inocentes de los niños no mirasen la oscuridad insondable de los míos.
Una noche decidí pues que lo mejor que podía hacer era mudarme a la ciudad. Sí, claro estaba desde el principio...
La única solución era ir a un sitio donde en realidad nadie te prestase atención, donde el tumulto de gente convirtiera tu existencia en un instante borroso y confuso... Sí, donde un día te topases con alguien, le dijeras: "Adiós". Y esa persona se quedara pensando si realmente alguien le ha saludado, o despedido, o si todo se lo habría imaginado.
Sin embargo, para mi persona era vital encontrar una guarida. Así llegué a Tlatelolco, a los azulejos negros, las escaleras en penumbra y los viejos cubos de basura. Así llegué a esta puerta, llamativa y a la vez anónima, con un tarjetón de 'no molestar' sellado por el tiempo. Y la llamé hogar, y traspasé el umbral, y me perdí en el tiempo.
El constante golpeteo que emite una solitaria gota fugándose del grifo se ve interrumpido por tres toques en la puerta: "¿Quién?", digo. Pero mi voz no es mi voz, es otra, inaudible para la vecina que se marcha otro mes más preguntándose si realmente alguien debía pagar en el 206 el mantenimiento.
octubre 17, 2007
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